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Cuauhtémoc marca la ruta
Abandonaron la sala veinte minutos después de iniciada la película. Salieron quejándose en voz alta por haber desperdiciado tiempo y dinero en una porquería, por haber elegido un filme que no tenía nada de entretenido. Del grupo conformado por cuatro personas, una de ellas expresó con molestia que eso no era cine.
Contrario a su accionar, un señor de 55 años estaba sumergido en la historia, en los personajes de la misma. Era una estatua con forma de espectador, o bien un espectador con forma de estatua. Ni un solo movimiento, ninguna distracción. Con su cuerpo unido al asiento y la mirada firme, se entregó a la pantalla. En la fila de atrás, un joven le prestaba ligera atención pues también había sido atrapado por la película.
Avanzó la trama, transcurrieron los minutos y la película terminó. Con una calma envidiable, el señor se levantó de su asiento para salir de la sala a paso lento. Por su parte, el joven permaneció unos segundos sentado, disperso en ese dichoso instante de soledad que procura un cinéfilo tocado por lo que le ha regalado un filme.
A las afueras del complejo, el señor fumaba un cigarro y hablaba por teléfono. Le temblaba la mano al dar una bocanada, al intentar pronunciar palabras a su interlocutor. Mientras tanto, el joven caminaba esbozando una sonrisa y también decidió fumar.
-Joven, ¿me presta su encendedor?
-Sí, claro.
El hombre estatua que estuvo en la sala se había roto, así lo evidenciaba el par de lágrimas que derramó sobre su avejentado rostro. Con nerviosismo pudo encender su segundo cigarro, un tabaco amargo tras haber colgado.
-¿Tiene usted hijos?
-No.
-Es muy difícil ser padre.
-Me imagino. Ser hijo también es difícil.
Intercambiaron sus opiniones respecto a la película. Ambos coincidieron en que les caló bastante, les removió las entrañas, les explotó emociones de sus respectivos pasados y presentes. No eran dos cinéfilos, sino dos hombres que, sin conocerse, se abrieron para compartir su sentir. El señor desea recuperar y disfrutar a su hijo; el joven agradece a la vida por haber tenido la oportunidad de acompañar a su padre en la última aventura antes de que falleciera.
Habían visto “Nebraska”, un filme que perforó sus silencios amurallados en el olvido. A uno le recordó que nunca es tarde para pedir perdón, al otro que nunca es tarde para reconciliarse con la memoria. Un filme que valió el boleto, un filme que nos confirmó la magia del cine.