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Exalcalde de Cuernavaca sale de prisión… para irse a arraigo domiciliario
Ocurrió en un mes de febrero
Son las 12 de la noche. Afortunadamente alcanzó el último convoy con dirección al Metro Universidad, la estación más cercana a su casa. Pero el infortunio tenía que manifestarse con la ausencia del microbús que lo deja frente a la puerta de su hogar. El bolsillo es escaso, no tiene dinero para pagar un taxi. La única solución que piensa al instante, con la mente agotada por el estrés laboral, radica en caminar.
Viste con jeans deslavados, una sudadera negra con tiras de colores amarillo y rojo, así como un par de tenis rotos. Su aspecto está moldeado por cabello quebrado desaliñado, barba y paso a ritmo cansado. Carga una mochila donde únicamente guarda un cuaderno y un libro. A la altura de avenida del Imán una patrulla con dos policías al interior se frena junto a él. El uniformado que funge como copiloto le cuestiona qué hace tan solito a semejantes horas.
-Ya no alcancé el micro y camino hacia mi casa.
-¿No me digas?
El copiloto desciende de la unidad, y el policía que va al volante estaciona el vehículo sobre la banqueta para después descender. Con actitud prepotente, cobijada por la placa que portan, ambos uniformados le exigen de mala gana que abra su mochila para que les muestre lo que lleva adentro. Obediente, él lo hace.
-De seguro eres un drogadicto, o si acaso un ladronzuelo de poca monta.
-Ni soy drogadicto, ni soy ladrón.
Apenas termina de pronunciar las palabras cuando siente un golpe en el estómago. “Cállate, no eres quien para contradecirnos”. Sin aire, adolorido por el golpe, siente otro duro impacto en la espalda; un macanazo ha propiciado que termine hincado.
-¿Cuánto traes?
-¿Cuánto traigo de qué?
-No te hagas pendejo, ¿cuánta lana traes?
-Nada.
La contestación no les ha gustado y uno de ellos le propina una patada en las costillas, suficiente para tumbarlo sobre el suelo. “Quítale los tenis”. Lo despojan de su calzado. Uno de los policías sostiene una de las piernas, la alza para dejar la planta del pie al aire. Uno, dos, tres, cuatro. Ha perdido la cuenta de los golpes que recibe con un metal.
-Ahora te toca a ti, pareja.
Tirado y quejándose del dolor, él alcanza a darse cuenta de que le pegan con la hebilla de un cinturón. Ahora que han intercambiado, un policía se carcajea y el otro tunde con más salvajismo que su compañero. “Eso, dale”. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Rebasa la cantidad del anterior, del otro pie.
-Pinche jodido de mierda.
-Vete a tu casita a ver si puedes, jajajajaja.
No se marchan sin antes regalarle tres patadas en las costillas. Una vez que la patrulla se ha ido, él tarda cinco minutos en incorporarse. Le es imposible sostenerse, tiene reventadas las plantas de los pies, bañadas en sangre, tapizadas de heridas. Camina como puede, como se lo permite el cuerpo. Luce sola la avenida, nada ni nadie alrededor.
Tras avanzar unos cuantos metros se detiene frente a Mausoleos del Ángel, donde ubica un pequeño charco. Se lava los pies con agua sucia, los remoja para proseguir postrándolos sobre un bulto de tierra y enlodarlos. Es lo que se le ocurre para detener la hemorragia, para cubrir las heridas.
Después de dos horas llega a su casa. De inmediato corre al baño, abre la regadera y comienza a curarse con lo que encuentra: alcohol, toalla, pomadas. Arden y duelen los pies, queman, sin embargo, no tanto como el hecho de no haber alcanzado el último microbús con destino a su hogar, el microbús que no alcanzó pese a haber corrido como desesperado en la estación del Metro Universidad.
*Recuerda bastante bien el episodio, ocurrió en febrero de 2006. Y ahora lo escribe, y lo comparte, a manera de expiación.