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IGUALA, Gro., 23 de septiembre de 2015.- Desde hace un año Brígida borda su tristeza en paños de cocina. Entre puntadas aguarda noticias de su nieto, uno de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, donde las clases están suspendidas y las aulas se convirtieron en dormitorios de los desolados familiares.
“Tenemos la esperanza de que lleguen en cualquier rato los chamacos”, dice a la AFP Brígida, abuela de Antonio Santana, de 22 años, mientras ensarta un hilo de tonos morados sentada en uno de los soleados pasillos de la combativa escuela de maestros Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero.
La mujer, que duerme con los otros padres en aulas en las que antes estudiaban sus hijos, ha tenido que irse de su casa y separarse de su otro nieto para unirse a las cotidianas actividades de lucha por la desaparición de los 43 estudiantes.
Igual que muchos de los familiares de las víctimas, Brígida Olivares ahora vive en las instalaciones de la escuela rural, de la que los jóvenes salieron para no volver el 26 de septiembre de 2014.
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