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Lamenta Gobierno de Morelos fallecimiento del artista Rafael Cauduro
MÉXICO, DF, 23 de septiembre de 2014.- En México conviven 11 familias lingüísticas de las que se derivan 68 lenguas madre que, a su vez, se ramifican en 364 variantes, una fronda inmensa, cuya concentración apenas tiene parangón en el mundo, excepto en Papúa-Nueva Guinea, Brasil y ciertas regiones de África, destaca el diario español El País en su edición de este martes.
Sin embargo, ese vasto mundo lingüístico que ha dado origen a la amplia diversidad cultural de México enfrenta una grave amenaza, pues muchas de esas lenguas se hablan cada vez menos, destaca el diario hispano.
Los datos que ofrece El País son reveladores, pues apenas el 40 por ciento de la población indígena del país cultivan sus propias lenguas, y en su mayoría lo hacen en solo seis idiomas: náhuatl, maya yucateco, mixteco, tzeltal, zapoteco y tzotzil. El resto, en buena parte, peligra y podría desaparecer si no se atiende la problemática, reduciendo dramáticamente la diversidad lingüística y cultural que ha dado fama mundial a México.
De acuerdo con el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, hasta ahora 259 de las 364 variantes lingüísticas corren riesgo de desaparición. Y en muchos casos, su salvación es casi imposible, pues 64 tienen menos de un centenar de hablantes. Pertenecen al grupo de “alto riesgo”, son los últimos de su estirpe, y del ayapaneco, por ejemplo, quedan solo siete hablantes.
Manuel Segovia Jiménez, aunque no lo parezca, tiene 79 años y posee un tesoro único en el mundo. Habla nnumte oote, la lengua verdadera, el ayapaneco, la lengua más amenazada de México. Quedan sólo siete hablantes, otros 13 lo entienden, pero Don Manuel es el único que lo sigue usando en familia.
Entroncado en la familia lingüística del mixe-zoqueana, entre cuyas contribuciones universales figura la palabra cacao (pronuciada kaagwa, en ayapaneco), el idioma tiene singularidades que enloquecen a los especialistas. Entre ellas, su riqueza en palabras simbólicas, en onomatopeyas de enorme precisión como tzalanh (sonido del golpe de un machete) o el perfectamente entendible ploj (pisar el lodo).
Esta joya filológica, que durante siglos floreció en la húmeda selva tabasqueña, al sudeste de México, no ha podido aguantar el embate de los tiempos modernos.
La extensión masiva y exclusiva de la educación en español a lo largo del siglo XX y la inmensa riqueza petrolera de la zona, que atrajo una fuerte inmigración hispanohablante, barrieron el ayapaneco hasta convertirlo casi en un recuerdo, una trayectoria parecida a la de otras lenguas en México.
“No es un fenómeno aislado. Ha incidido la educación solo en español, pero también la emigración masiva y la discriminación que sufren los indígenas”, señalan los investigadores Carolyn O’Meara y Francisco Arellanes, del Seminario de Lenguas Indígenas, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.
Esta zozobra general alertó a las autoridades y condujo en 2003 al reconocimiento oficial de los derechos lingüísticos indígenas. Se les otorgó el mismo status que el español y se creó un baluarte para su salvación, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali).
“Trabajamos en recuperar este patrimonio, le damos visibilidad, pero si no hay presión social, si la misma sociedad no exige el conocimiento de una lengua, es difícil parar la caída.
Aún sufrimos un entorno de discriminación, donde se estigmatiza por el idioma, el color de piel o la forma de vestir, donde los idiomas indígenas son silenciados en los medios de comunicación”, afirma el director el Inali, Javier López Sánchez, un chiapaneco que habla tzeltal.
Don Manuel, aunque con otras palabras, está de acuerdo. A su alrededor ha visto desaparecer el idioma y callar a los que lo conocían. En la escuela, que él abandonó en segundo de primaria, le prohibían usarlo y, así, poco a poco fue hundiéndose la lengua verdadera, hasta quedar confinada en las mentes de unos pocos náufragos, cuya excepcionalidad atrajo desde los años noventa a investigadores internacionales.
En su casa baja de Ayapa don Manuel muestra sin ostentación las fotos de estos buscadores de perlas lingüísticas. Son un reconocimiento al tesoro que posee y que desde 2012 comparte.
Anexo a su vivienda, en un vestíbulo de techo metálico, acoge una pequeña y modesta escuela. Allí, los sábados, don Manuel enseña ayapaneco a los niños del lugar. No es el único. Le acompañan Isidro Velázquez, 72 años, y su hermano Cirilo, de 66. Juntos, con el hijo de don Manuel, en silla de ruedas, han preparado un atlas del cuerpo humano, cartas y posters en ayapaneco para las clases.
La iniciativa, auspiciada por el Inali, les ha devuelto el orgullo de su idioma. “En el pueblo no le dan valor. Pues bien, yo digo que quien no quiera aprender, que ahí se quede”, zanja don Manuel. Los frutos de esta siembra son desiguales. Los niños acuden en masa cuando se reparte algo, pero cuando los fondos andan escasos, solo pasan el umbral unos pocos.
Y aunque alguno muestre verdadero entusiasmo, no basta. “Cuando muramos, morirá el idioma. Ni mis hijos lo han querido aprender”, sentencia Cirilo Velázquez. Su hermano Isidro asiente.
“Lograr la restauración del idioma como hace 100 años nunca sucederá, pero el esfuerzo de esa escuela vale la pena para fijar la lengua como un símbolo de la comunidad, una forma de expresar su identidad”, señala Daniel F. Suslak, investigador del departamento de Antropología de la Universidad de Indiana, una de las máximas autoridades en ayapaneco.
La suerte del nnumte oote está posiblemente echada. Otras lenguas, como recuerda la filóloga Carolyn O’Meara, aún disponen de tiempo para salvarse gracias a su propio aislamiento geográfico. Y en otros casos dependerán simplemente de la fidelidad de sus hablantes. Eso es algo con lo que cuenta Fidel Hernández, de 32 años.
Aunque su idioma, el milenario triqui, no está en la lista de los más amenazados, sabe que no hay una enseñanza normalizada y efectiva de su lengua, que los niños cada vez lo usan menos y que, en un país donde aún se margina al indígena, se ha activado una bomba de relojería que estallará en tres o cuatro décadas. Sería el fin para un hermoso idioma de tradición oral, una lengua volátil donde una misma palabra cambia de significado simplemente con variar el tono (a mayor gravedad, arado pasa a ser agua, carne o desnudo). Pero algunas cosas han cambiado, no todo es declive.
Hernández es un ejemplo. Nacido en la perdida Chicahuatxla, prepara su doctorado sobre la lengua triqui, su idioma. Miles de horas de estudio con un objetivo en la mente, salvar a ese maravilloso mundo donde un arado se vuelve agua, y las casas, en vez de techos, tienen espaldas.
Leonardo López Martínez vive en un mundo sencillo. Nunca ha buscado trabajo en la ciudad, tampoco ha leído un libro y ni siquiera entiende esas voces estridentes que salen del televisor que su hija se empeña en encender cada tarde. Leonardo, de 62 años y dos dientes de oro refulgentes, es un maya que sólo habla el milenario yokot’an, conocido por los especialistas como chontal de Tabasco.
Él sabe (la experiencia se lo ha demostrado) que lejos de su pueblo casi nadie le entendería, y quien pudiera, muy posiblemente, lo disimularía. Pero eso no le preocupa, porque aquí, en la selvática aldea de San Isidro, en el municipio de Nacajuca (Tabasco), tiene a sus amigos y su trabajo; aquí, en un mundo aplastado por la humedad y los mosquitos, le basta con el yokot’an. Como Leonardo hay un millón de indígenas en México, en su mayoría concentrados en los Estados de Oaxaca, Chiapas, Veracruz y Guerrero, que sólo hablan su idioma nativo. Son los más discriminados dentro del ya de por sí marginado colectivo indígena.
Cada paso que dan fuera de su entorno, representa una dificultad. Pese a los esfuerzos gubernamentales y a los reconocimientos de sus derechos lingüísticos, se topan con muros sordos en la sanidad, el trabajo, la justicia, las prisiones, los medios, la educación… “Se les margina en muchos ámbitos, la sociedad aún no reconoce suficientemente la diversidad”, dice el director del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, Javier López Sánchez. Y esa experiencia los aísla o lleva a abandonar su idioma.
—Y usted, don Leonardo, ¿se ha sentido discriminado?
—Yo no, porque nunca he salido de aquí, pero sé que me mirarían extraño porque no hablo su lengua.
A Leonardo le ha traducido su hija. Se ríen juntos mientras hablan, sobre todo, cuando se le pregunta qué desearía en esta vida. “Ganado y dinero”, responde a carcajadas. Luego, recupera la seriedad y explica que a él lo que le gusta es salir a por leña, ver a sus reses, cuidar a las gallinas y pavos que corretean por el patio tropical, y tener la casa limpia.