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Presenta Luz Dary Quevedo Copa Naranja de fútbol femenil
Con playera y bandera de su equipo se hacen presentes en las tribunas del estadio. A primera vista, dentro de un plano lógico, dan a entender que apoyarán a los suyos, que se morirán de nervios junto a ellos. Pero apenas arranca el partido y ponen manos a la obra: pegados al teléfono celular o juguete moderno de reciente adquisición. Las jugadas y goles son invisibles para sus ojos; las miradas están enfocadas en la pequeña pantalla de su aparato.
Gritan por inercia. A veces ni siquiera saben qué gritan. Cuando se cansan de apretar botones piden una cerveza. Le dan un trago, respiran y vuelven al entretenimiento tecnológico. Se escucha el silbatazo que pone fin al primer tiempo, escuchan abucheos, percatándose así que ya transcurrieron 45 minutos. Los jugadores aprovecharán sus 15 minutos de descanso, y ellos también le sacan jugo al receso. Relajan los dedos después de tanto teclear. Como no quieren dejar pasar la oportunidad se toman fotografías unos con otros.
Regresan los protagonistas a la cancha. Arranca el segundo tiempo y con él arranca también el juego de estar pegado al aparato. En el campo de batalla hay tensión, el equipo no logra perforar el arco enemigo. Tanto el portero rival como el mal tino de sus delanteros impiden que se le pueda dar vuelta al marcador. Mientras tanto, en las tribunas, los mensajes de texto también provocan angustia pues los receptores tardan en responder.
Transcurre el tiempo y el equipo por fin consigue el gol de la ventaja. Aficionados locales festejan, los visitantes sufren y los seguidores del aparato ni se inmutan. Pasan unos cuantos minutos para que el árbitro pite la culminación del encuentro. Ha ganado el equipo, sufriendo, pero ganó. La gran masa de gente abandona el templo. Unos felices, otros cabizbajos. Solamente los juguetones de los aparatos, los aficionados de celular en mano, se mantienen intactos de emociones. No saben si esbozar una sonrisa por lo que han leído en su pantalla o si ponerse tristes porque no les dijeron lo que esperaban.
Al salir, en la periferia, guardan sus teléfonos para ondear sus banderas y besar el escudo de su playera. Desconocen si ganó o perdió el equipo, pero ellos están orgullosos de presumir que sienten los colores del club de sus amores. Que no se diga que no apoyan al equipo.